No hay sitio dónde el comportamiento humano salte por encima de diferencias de sexo, raza, nacionalidad o religión como en un buffet libre.
Al entrar en esa inmensa sala repleta de comida, donde puedes comer todo cuanto quieras, el sentido común y la decencia nos abandonan (alguno ya había sido abandonado de antes, pero bueno).
Acercarte a una bandeja en el preciso instante que lo hace otra persona supone una batalla de miradas que acobarda al mas plantado.
Se hace una especie de gymkana en la que se debe conseguir que absolutamente todos los alimentos quepan en un plato. Da igual cuántos haya y si la mezcla de sabores es letal, nada es comparable a la satisfacción que da llevarte ese botín a la mesa. Por eso de camino, te vas fijando en lo que están comiendo los demás no vaya a ser que te hayas dejado algo.
Cuando estás llenando tu plato, la gente que se pone alrededor genera tanta tensión que no puedes por menos que dar gracias a Dios porque lo que está en tus manos es un calamar aceitoso y no una loncha de jamón ibérico.
Es un lugar maravilloso dónde las batallas para que los hijos coman no existen. Está mas que comprobado que absolutamente todos los niños que van, comen el triple que sus padres y luego repiten. Es más, yo me imagino a esos padres haciendo planes. “Manolo el niño me está mirando raro, a ver dónde lo llevamos para que no nos coma”. El buffet libre es la respuesta, allí se podrá comer hasta el camarero si no se da prisa en quitar la mano.
El hecho de poder disponer de todo sin límite convierte estos sitios en una especie de ciudad sin ley que nos devuelve a nuestros orígenes. Solo nos falta pintar los canelones que hemos cazado en las paredes.
Foto que ilustra este post: "Niño de once años desayunando en buffet" desconozco el autor y el niño